sábado, 19 de septiembre de 2009

Sonrisa

Quisiera poder tomarte en préstamo exclusivo e inocuo, a placer, con mis condiciones y tu reverencial beneplácito, en un espacio neutral dentro de una burbuja de sub-vida de música underground.

domingo, 26 de julio de 2009

Desconfianza

Como gato erizado, escucho tus palabras con ese halo de desconfianza que desde hace tiempo tiñe casi todo cuanto tiene que ver contigo.

Permíteme que me sorprenda… Tras tantos años de injurias imperdonables, de ser el gran agraviado, de rasgarte en ese silencio de bilis inoperante las vestiduras… ahora quieres una parte de ella para ti. Y si bien te corresponde por derecho moral, y sobretodo le corresponde a ella una parte de ti, no deja de sorprenderme escuchar balar a un lobo, ése que comparte tu suerte o tu desdicha, y no puedo evitar imaginar qué se esconde tras el disfraz inocente, abnegado e indulgente. Cuánto odio esa miserable y fétida condescendencia. Y pese a que esa parte de ella es tuya, no puedo evitar preguntarme por qué, después de obviarla durante tanto tiempo, ahora la anhelas como si el tiempo transcurrido y los acontecimientos sucedidos jamás hubieran existido.

Me invade la suspicacia y se me revuelve el estómago, porque me cuesta creer que sientas las palabras que dices y pondría la mano en el fuego porque quien comparte contigo las siente menos o nada… Me acomodo a observar lo que se me antoja un engorde de cerdo para la matanza, deslizando después tu cuchillo por la yugular en un mar de lágrimas mientras quien comparte contigo espera con un cubo a recoger toda la sangre y poder usarla, mirando la escena con una anuencia y una soberbia que me dan ganas de vomitar. Y me da náuseas callarme, esperar en expectante calma a dónde van las intenciones, conformarme con lo que altruistamente buscas sin que me hayas dicho una sola palabra sobre lo que pretendes, ni una sola palabra sobre lo que sientes o has sentido.

Ahora, justo ahora, vienes a alzarte echando de menos tantas cosas que jamás has mostrado que añoraras. Justo ahora te eriges en salvador y sacrificado… cuando precisamente tú no puedes enseñarme nada, absolutamente nada, sobre el sacrificio.

Mis miserias más degradantes me asoman por la nariz, y me amputo las ganas de defender lo que está dentro de mi círculo, sedándome con aquello de que el tiempo lo pone todo en su lugar, anestesiándome con eso de que las cosas caen por su propio peso, enajenándome para no rugir pidiendo explicaciones… porque sé que no sacaría nada de ellas, y porque yo sí sé qué es la entrega, y sé mutilarme mis ganas para ver sonreír a otra.

Sólo ten en cuenta que ya usaste tu último comodín…

miércoles, 8 de julio de 2009

Olores

Me aferré a la funda de tu almohada hundiendo mi cara en la tela, intentando guardar en la memoria el aroma que empezaba a alejarse, en una calmada desesperación de lo indefectible, como si respirándote pudiera retenerte por unos instantes.

Miré el vacío, ya no de la almohada, de la cama, de la silla, del sofá, del teclado de tu ordenador, del pasillo, del comedor, de la puerta de la cocina, de la esquina de la calle… sino el vacío de mi vida. Ese hueco sordo que me encogía al mirarlo a los ojos.

Puse las sábanas en la lavadora y dejé la funda de tu almohada a salvo. Aún no. Necesitaba poder olerte para sentirte cerca, como un animal extraviado en una noche negra y opaca que busca el regreso a la madriguera tras el rastro fragante de su manada.

Me abracé a tu jersey azul oscuro como si con ello pudiera notar el tacto rugoso de la piel de tu frente castigada por las tribulaciones y las angustias. Conservaba ese aroma mezcla de tu colonia y tu piel curtida por las experiencias. Y me acurruqué en la costura y me imaginé posando mi frente en el hueco de tu cuello y mi mejilla sobre tu hombro, e inhalé hondo los minutos, las horas, los días y los años pasados contigo como si oliera los rincones de los pliegues de tu nuca y las esquinas de tu tiempo compartido conmigo y del vivido sin mí.

Tu ausencia muda, vacía, amarga y precipitada hizo que me asiera a los olores que inundaban todo cuanto te pertenecía, aferrándome con las uñas descarnadas a lo único que podía tocar que fuera una vaga imitación de ti.

Al paso del tiempo, tu esencia se evaporó de la funda de la almohada, de tu jersey azul, de tus sitios… Y mis uñas se encarnaron de no agarrarse con la furia de intentar lo imposible.

Pero aún hoy, si cierro los párpados, inclino la cabeza hacia atrás y respiro muy despacio, puedo oler por dentro en el fondo de mi nariz, casi cerca de los ojos, la mezcla de tu colonia y tu piel surcada… Sellando sin querer el recuerdo con una lágrima que resbala parsimoniosa por mi mejilla.

lunes, 8 de junio de 2009

Calma

Sé que se acerca el período de calma. Esa calma cíclica, inerte y estéril que anestesia mis sentidos y me deja en un cómodo estado de letargo.

La montaña rusa se detiene para que reparen los vagones, revisen las vías y añadan un par de bajadas que sé que después me harán echar el hígado por la boca.

¿Y si la clausuran? ¿Qué haré sin mi montaña rusa? ¿Qué será de mí con el hígado dentro de mi cuerpo?

Me sentaré sobre la hierba, levantaré mi cara y dejaré que el sol la bañe delicadamente, como si me acariciara para decirme que la calma es buena, que sólo con ella puedo resistir los envites y el flagelo de mis ímpetus.

Acariciarás mi pelo con tu mano y me sentiré en casa. Acurrucaré mi cabeza en tu hombro y me dejaré llevar, porque sólo contigo puedo dejarme llevar sin miedo…

Oiré como ajustan los tornillos y tensan los cables, escucharé a lo lejos el ruido de la puesta a punto. Entreabrirá un ojo el pequeño gusano que vive en mi estómago. Pero cerraré mis párpados y me dormiré sobre tu pecho, que acompasa mi sueño con tus latidos y marca el ritmo de mi vida.

Pensaré que mi calma no es tan estéril y que mi montaña rusa no es tan vertiginosa. Y en ese momento tendré una clarividencia de seguridad absoluta, de completo convencimiento y de madurez sobrevenida.

Me veré en tus ojos y sabré que no necesito nada más. Sabré que no quiero nada más. Porque lo que yo ansío es el camino y no el destino. Justamente porque lo intenso de mi montaña rusa es el trayecto, no el final de la atracción de feria. Y al final del recorrido, siempre te veo a ti con la mano tendida para ayudarme a salir de la vagoneta.

Decidiré gozar de mi calma cíclica, no tan inerte y no tan estéril. Sabré que ajustarán mi montaña rusa y que será inevitable volver subirme en el vagón y chillar a cada bajada deseando que la siguiente sea más pronunciada, y mientras baje olvidaré mi sosiego y me abandonaré a la sensación de vértigo del trazado… porque sé que subo sólo para poder bajar, que monto en ella para poder salir, que grito para irremediablemente después agarrarme a tu mano con toda la fuerza de la que soy capaz.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Pulso

Las cortinas se abrieron, y lejos de entrar la luz, se hizo la penumbra dejando a sus espaldas el cálido sol que la abrazaba unos instantes antes.

No quería pensar en lo que se esperaba de ella. No quería pensar en cómo saldría del atolladero. Simplemente, no quería pensar. No podía pensar. Estaba nerviosa y tranquila. La situación volvía a írsele de las manos, pero al menos esta vez sabía dónde tenía los dedos.

Se abrió la puerta. Y más que un ambiente bullicioso, se adivinó un lugar listo para albergar lo que dos días después podría perdonarse con un previo avemaríapurísimasinpecadoconcebida.

Sabía que todas y cada una de sus palabras la habían llevado dónde estaba, que cada una de sus miradas, de sus lisonjas, de sus ironías y de sus confidencias, la habían conducido a un lugar que podría llegar a ser tan sórdido como mágico. Y deducía que no quería estar allí, o en realidad sí quería pero no se atrevía a decírselo a sí misma.

Sin cazador de por medio, se sintió como la presa acorralada entre las redes, como la conclusión sin elección tras la eliminación de las alternativas y como el bonito envoltorio que alberga un fraude.

Pero ella era más que eso. Tenía que ser más que eso.

Tras un tira y afloja logró poner clara su mente, pese a que un turbio mar revuelto agitaba y mezclaba las palabras en el camino de su cabeza a sus labios, formando frases inconexas imposibles de comprender para cualquier otro que no fuera ella misma. Y volvió muy atrás en el tiempo, a cuando las palabras se le atascaban a mitad de garganta.

Se recostó tímidamente en el hombro de él como quien busca absolución de un pecado que sólo lo es a ojos de uno mismo y no del otro, mientras comprobaba atónita que el de ella no era el único pulso que retumbaba fuerte y apresurado en esa pequeña estancia.

Dejó reposar su cabeza en el regazo de él. La acarició con dulzura, con pasión reprimida y hasta con cierta timidez. Y le contó cuentos. Le contó nimiedades. Le contó naderías. Le contó historias. Le contó. Incesantemente le contó, llenando el vacío que dejaba el hueco de sus palabras atascadas a mitad de garganta.

Quizá hoy no, quizá otro día.

Simplemente, espérame.

miércoles, 29 de abril de 2009

Ofensa

- Ya veo que no soy el único, sino que además es habitual y costumbre en Vos…- dijo él con ironía y cierto desengaño.

- Excuse moi, ¿¿es a mí?? ¡¡¿¿Pero quién os habéis creído que soy, Monsieur??!!- dijo ella mientras le daba una suave bofetada con el guante blanco en un gesto de ofensa mientras le guiñaba el ojo y le decía en voz baja acercándose a escasos milímetros de su oído: “no sé si sois el único, pero ciertamente sois el mejor…”.

Acto seguido reemprendió el paso moviendo delicadamente la cola de su largo vestido, dejándole a él a sus espaldas.

Al tiempo que volvía a ponerse el guante en la mano con lentitud y elegancia, giró hacia atrás la cabeza quedando de perfil con la barbilla rozando casi su propio hombro, ofreciéndole una secreta medio sonrisa. Tras un breve segundo, volvió a levantarla en un gesto altivo y digno de cara al resto, y caminó despacio con un aplomo refinado, para finalmente desdibujarse entre la multitud dejando un rastro de perfume inconfundible.

martes, 14 de abril de 2009

Lluvia

Inicié el viaje con el sabor agridulce de la despedida, casi oyendo el ruido de la puerta al cerrarse y el estrépito de la llave al caer por la alcantarilla, signo inequívoco de que esa puerta jamás podrá volver a abrirse.

Me senté al volante e introduje la dirección en el gps. No quería pensar qué desvío tomar, sino simplemente obedecer la orden de la máquina parlante mientras intentaba abstraerme del ambiente con la casi imperceptible música del cd del coche entre parloteos en el asiento de atrás sobre lo que para mí eran absurdidades.

Seguí conduciendo, charlando en ocasiones y evadiéndome con la música, y al sonar esa canción, me vino a la cabeza la foto en que estamos tú y yo. La vi en mi mente de una forma prístina, recordando cada detalle de la expresión de tu cara y mi pose al abrazarme. Y se instaló en mi garganta esa pequeña punzada de la certeza de lo que nunca vuelve.

No te recordé. Te eché de menos. Siempre te recuerdo. Siempre te echo de menos. Te recuerdo sin dolor, y te echo de menos sin angustia. Pero te eché de menos con ese pellizco que te voltea el estómago, con esa claridad real de que no habrá ninguna otra foto, ningún otro abrazo ni ninguna otra risa compartida. Habrá más fotos, más abrazos y más risas, pero ninguno contigo.

Seguí el viaje con el sabor agridulce de la despedida, deseando experimentar que cuando una puerta se cierra, se abre una ventana, pero aún no has cumplido tu promesa y sé que si pudieras lo harías.

Llegué al destino pensando que la finalidad del trayecto andado y sobretodo el que quedaba por andar no debía ser compartida. Que las autoinvitaciones eran respetables pero no correctas, que quería un momento para mí contigo, como lo tuve antes de atesorarte en un espacio tan pequeño. Me aguardaba un recorrido de convencionalismos sociales estúpidos y de rellenos de tiempo vacuos de importancia. No iba de compras. No iba a ver paisajes. No iba a ver gente.

Y ya sabes, cosas que pasan. Tomé parte en conversaciones necias, fui de compras y me topé con gente. No inicié pláticas, no experimenté la satisfacción del cambio de cosas por dinero y no busqué a personas. Me hablaron, me pasaron la tarjeta y me vinieron a saludar.

Pero llovió. Y la lluvia y la nieve arrastraron consigo las obligaciones de momentos compartidos que quería para mi intimidad, como si de una ablución purificadora se tratara. Cargué de nuevo el coche y miré en el maletero, con el regusto del triunfo que da la casualidad, pensando que ya llegará el momento oportuno.

La puerta está cerrada –pero se cierra con dulzura-, la llave en la alcantarilla –aunque el ruido no es tan estruendoso-, la foto grabada en el papel y en mi memoria –mientras suena la canción en el cd del coche-, el recuerdo permanece eterno y la añoranza se instala cómodamente en un rinconcito de mi corazón sin pellizcar demasiado fuerte. Sigo creyendo que las conversaciones del asiento de atrás tienen un tinte absurdo, pero me da igual lo que diga el gps: el regreso lo elijo yo.

Tal vez, un día de estos, se abra la ventana sin darme cuenta.

miércoles, 8 de abril de 2009

Invasión

Ella tenía su parcela de terreno bien delimitada, con lindes y mojones que señalizaban su espacio de seguridad y el medio en el que se desenvolvía con total aplomo.

Le invitaba a pasar –temerosa-, y él –respetuoso-, no movía nada. Dejaba las señalizaciones justo donde estaban, sin apartarlas un ápice. Tomaba medidas, calculaba áreas, visualizaba construcciones imaginarias, pero nunca movía ni uno de los pedruscos. Bromeaba incluso con la idea de lanzar por un precipicio todas y cada una de las rocas que rodeaban esa superficie, convirtiendo el conocido terreno en una isla paradisíaca y desconocida por unos instantes.

Ella sonreía e incluso reía a carcajadas. Posaba su mano sobre una de las esquinas, queriendo sobretodo sujetarse pero a la vez imaginándose tirar el primer guijarro a un pozo sin fondo.

Y así pasaron semanas y semanas y semanas, mientras él se sentaba –respetuoso- en la parcela de ella –temerosa- y le regalaba ideas y visiones, barrancos por los que lanzar sus lindes y colores ni fríos ni cálidos sino todo lo contrario.

Un día, con artes sabias y de improviso, sin que ella pudiera sospechar nada de antemano, él quitó una piedra, la más pequeña, la más insignificante. No la lanzó al vacío. Simplemente la dejó fuera, rompiendo el equilibrio y el marcado límite del terreno de ella. Sin aspavientos, sin dramatismos, sin darle la menor importancia. Sencillamente la quitó, y le dijo: “Quité tu piedra”, como si no fuera evidencia suficiente la percepción misma del hecho.

Ella, en un primer instante no supo qué pensar, qué hacer, qué decir. Todas sus previsiones eran inútiles. Él había quitado una de sus inamovibles piedrecitas. Y el mundo seguía ahí.

Se levantó, tomó la minúscula roca de nuevo y la colocó en su sitio. Le sonrió y le dijo “Eso no se hace, no deberías tocar las piedras”.

Él le devolvió la sonrisa y le dijo que no volvería a tocar ninguna de nuevo.

Se sentó durante semanas y semanas y semanas –respetuoso- en la parcela junto a ella –ya no tan temerosa- y no volvió a tocar nada. Le contó cómo sería el cambiarlas de sitio, el apartarlas, el guardarlas en un saco durante unos días… pero no tocó nada. Nada de nada.

Y pese a que todo estaba en su sitio, que todas las lindes permanecían hieráticas, que la diminuta roca había vuelto a su lugar y que ella tenía su parcela bien delimitada, su espacio no volvió a ser igual. Sin que él se diera cuenta, empezó a mirar el precipicio con otros ojos.

Durante meses y meses y meses, se sentó –anhelante- junto a él –respetuoso- y deseó en secreto que él lanzara la mitad de las piedras por el barranco.

Nunca un espacio tan limitado se había vuelto tan infinito, sentados, imaginando lanzar piedras al vacío.

viernes, 27 de marzo de 2009

Vértigo

Tras las reservas, las colas (largas o cortas) y la espera, ya estás dentro el avión. Siéntate en el asiento asignado con número y letrita. ¿Te ha tocado ventanilla? Da lo mismo, lo mejor no se ve por aquel pequeño cuadrado de vidrio que se queda totalmente frío al tacto. Lo mejor siempre es lo que no se ve, lo que no se toca, lo que, a veces, ni siquiera se huele.

La voz del capitán da la bienvenida de rigor al vuelo que va a Madrid, dice la hora estimada de aterrizaje y la temperatura del lugar de destino. En aproximadamente 40 minutos todo habrá acabado, o quizás todo estará empezando, pero lo que es seguro es que no habrá avión, ni ventana, ni azafatas (que cada vez eligen más bordes) ni azafatos (que cada vez eligen más feos) que te digan que por desayunar debes pagar porque ya no va incluido en el billete, mientras te proporcionan un diario con el que aburrirte y un café con el que incluso el más estreñido vería el cielo.

Pero todo eso no importa. Lo que esperas es que pongan en marcha los motores, que sientas aquella especie de pitido agudo y los primeros movimientos del aparato, encarándose para entrar en la pista de despegue.

El aparato se mueve. Compruebas tu cinturón y miras por la ventanilla. Piensas en repasar mentalmente todo lo que te espera, el trabajo que debes hacer, la gente que vas a ver... pero no, quieto. No pienses. Simplemente siente el movimiento, lento y cadencioso ahora (casi imperceptible), mientras se posiciona.

Ya está entrando en la pista y el ruido de los motores empieza a ser más alto y más agudo. Esto empieza. Notas como la fuerza ejerce una ligera presión sobre tu cuerpo. Que viene que viene, uh uh, que viene que viene, uh uh, que viene que viene!!

El avión acelera, y acelera y acelera... y por mil veces que hayas volado, siempre hay un breve instante antes de que el aparato levante el morro en que el pulso cabalga un poco, porque sabes que ahora vendrá el momento, y porque tras aquel momento, hay unos instantes que son los del "punto de no regreso", dónde, aunque quieras, ya no puedes volver atrás... sólo queda ir adelante. Es talmente como la vida.

La aceleración es mayor, casi enfila... El ruido es más agudo, el tipo de tu lado mueve el culo algo intranquilo, la azafata ya hace rato que ha acabado con aquellos movimientos tan ridículos que explican dónde están las puertas de emergencia y cómo debes usar el chaleco salvavidas (sobre todo porque yendo a Madrid se cruzan un par de océanos) y está sentada delante de todo, justo detrás de la cabina.

Ya casi... lo notas, falta poco, lo notas, lo sabes... Los motores suenan más fuertes, más estridentes, la presión que notas en tu cuerpo es superior... ya llega... Y sientes una leve tensión del morro del avión.

Es ahora...!
Es ahora...!

Y en aquel preciso instante en que el avión levanta el morro, notas aquella clase de cosquillas en el estómago que instantes después se desplazan a la columna vertebral y suben hasta arriba de la base de tu cabeza, espaciéndose por unos segundos por la nuca hasta llegar a tu frente y a las puntas de los dedos de las manos y de los pies. Aquellas cosquillas fantásticas que sólo se pueden sentir cuando un avión despega, cuando bajas una montaña rusa o cuando alguien magnético te acaricia de refilón y en secreto un dedo de la mano como si fuera sin querer.

¡Ahora! ¡Justamente ahora! ¡Quieto! ¡¡Cierra los ojos!! Captura este segundo de cosquilleo y síguelo... piensa en el dedo furtivo que acaricia otro dedo, en las rodillas que accidentalmente se rozan suavemente por debajo la mesa, en las manos que masajean las raíces del cabello, en un beso intenso robado en un callejón antiguo y rancio, en aquella sensación temblorosa de lo que casi es y que se suspende en el espacio y el tiempo porque el verdadero placer está justamente unos segundos antes de que estalle, en la mirada fija que te traspasa, en el silencio cómplice de lo que se sabe y no se dice, en los pelos del brazo erizados por las sensaciones intensas. Toma este momento y estíralo tanto como puedas, porque éstas son las pequeñas cosas que te hacen sentir realmente vivo.

Prescinde de todo por un momento. Desnúdate de lo que estamos obligados a llevar cada día. No pienses. Sólo siente. En el fondo, el avión eres tú, y lo que te cosquillea, es todo aquello que hace que respirar sea más que simplemente seguir vivo.

Y ahora sí, ahora ya puedes mirar por la ventanilla, leer el putrefacto diario, beberte la mierda de café y pensar en todo el que debes hacer cuando aterrices...

Y tal vez, sólo tal vez, la próxima vez que el avión despegue, notes mi dedo índice rozando tu meñique.