miércoles, 29 de abril de 2009

Ofensa

- Ya veo que no soy el único, sino que además es habitual y costumbre en Vos…- dijo él con ironía y cierto desengaño.

- Excuse moi, ¿¿es a mí?? ¡¡¿¿Pero quién os habéis creído que soy, Monsieur??!!- dijo ella mientras le daba una suave bofetada con el guante blanco en un gesto de ofensa mientras le guiñaba el ojo y le decía en voz baja acercándose a escasos milímetros de su oído: “no sé si sois el único, pero ciertamente sois el mejor…”.

Acto seguido reemprendió el paso moviendo delicadamente la cola de su largo vestido, dejándole a él a sus espaldas.

Al tiempo que volvía a ponerse el guante en la mano con lentitud y elegancia, giró hacia atrás la cabeza quedando de perfil con la barbilla rozando casi su propio hombro, ofreciéndole una secreta medio sonrisa. Tras un breve segundo, volvió a levantarla en un gesto altivo y digno de cara al resto, y caminó despacio con un aplomo refinado, para finalmente desdibujarse entre la multitud dejando un rastro de perfume inconfundible.

martes, 14 de abril de 2009

Lluvia

Inicié el viaje con el sabor agridulce de la despedida, casi oyendo el ruido de la puerta al cerrarse y el estrépito de la llave al caer por la alcantarilla, signo inequívoco de que esa puerta jamás podrá volver a abrirse.

Me senté al volante e introduje la dirección en el gps. No quería pensar qué desvío tomar, sino simplemente obedecer la orden de la máquina parlante mientras intentaba abstraerme del ambiente con la casi imperceptible música del cd del coche entre parloteos en el asiento de atrás sobre lo que para mí eran absurdidades.

Seguí conduciendo, charlando en ocasiones y evadiéndome con la música, y al sonar esa canción, me vino a la cabeza la foto en que estamos tú y yo. La vi en mi mente de una forma prístina, recordando cada detalle de la expresión de tu cara y mi pose al abrazarme. Y se instaló en mi garganta esa pequeña punzada de la certeza de lo que nunca vuelve.

No te recordé. Te eché de menos. Siempre te recuerdo. Siempre te echo de menos. Te recuerdo sin dolor, y te echo de menos sin angustia. Pero te eché de menos con ese pellizco que te voltea el estómago, con esa claridad real de que no habrá ninguna otra foto, ningún otro abrazo ni ninguna otra risa compartida. Habrá más fotos, más abrazos y más risas, pero ninguno contigo.

Seguí el viaje con el sabor agridulce de la despedida, deseando experimentar que cuando una puerta se cierra, se abre una ventana, pero aún no has cumplido tu promesa y sé que si pudieras lo harías.

Llegué al destino pensando que la finalidad del trayecto andado y sobretodo el que quedaba por andar no debía ser compartida. Que las autoinvitaciones eran respetables pero no correctas, que quería un momento para mí contigo, como lo tuve antes de atesorarte en un espacio tan pequeño. Me aguardaba un recorrido de convencionalismos sociales estúpidos y de rellenos de tiempo vacuos de importancia. No iba de compras. No iba a ver paisajes. No iba a ver gente.

Y ya sabes, cosas que pasan. Tomé parte en conversaciones necias, fui de compras y me topé con gente. No inicié pláticas, no experimenté la satisfacción del cambio de cosas por dinero y no busqué a personas. Me hablaron, me pasaron la tarjeta y me vinieron a saludar.

Pero llovió. Y la lluvia y la nieve arrastraron consigo las obligaciones de momentos compartidos que quería para mi intimidad, como si de una ablución purificadora se tratara. Cargué de nuevo el coche y miré en el maletero, con el regusto del triunfo que da la casualidad, pensando que ya llegará el momento oportuno.

La puerta está cerrada –pero se cierra con dulzura-, la llave en la alcantarilla –aunque el ruido no es tan estruendoso-, la foto grabada en el papel y en mi memoria –mientras suena la canción en el cd del coche-, el recuerdo permanece eterno y la añoranza se instala cómodamente en un rinconcito de mi corazón sin pellizcar demasiado fuerte. Sigo creyendo que las conversaciones del asiento de atrás tienen un tinte absurdo, pero me da igual lo que diga el gps: el regreso lo elijo yo.

Tal vez, un día de estos, se abra la ventana sin darme cuenta.

miércoles, 8 de abril de 2009

Invasión

Ella tenía su parcela de terreno bien delimitada, con lindes y mojones que señalizaban su espacio de seguridad y el medio en el que se desenvolvía con total aplomo.

Le invitaba a pasar –temerosa-, y él –respetuoso-, no movía nada. Dejaba las señalizaciones justo donde estaban, sin apartarlas un ápice. Tomaba medidas, calculaba áreas, visualizaba construcciones imaginarias, pero nunca movía ni uno de los pedruscos. Bromeaba incluso con la idea de lanzar por un precipicio todas y cada una de las rocas que rodeaban esa superficie, convirtiendo el conocido terreno en una isla paradisíaca y desconocida por unos instantes.

Ella sonreía e incluso reía a carcajadas. Posaba su mano sobre una de las esquinas, queriendo sobretodo sujetarse pero a la vez imaginándose tirar el primer guijarro a un pozo sin fondo.

Y así pasaron semanas y semanas y semanas, mientras él se sentaba –respetuoso- en la parcela de ella –temerosa- y le regalaba ideas y visiones, barrancos por los que lanzar sus lindes y colores ni fríos ni cálidos sino todo lo contrario.

Un día, con artes sabias y de improviso, sin que ella pudiera sospechar nada de antemano, él quitó una piedra, la más pequeña, la más insignificante. No la lanzó al vacío. Simplemente la dejó fuera, rompiendo el equilibrio y el marcado límite del terreno de ella. Sin aspavientos, sin dramatismos, sin darle la menor importancia. Sencillamente la quitó, y le dijo: “Quité tu piedra”, como si no fuera evidencia suficiente la percepción misma del hecho.

Ella, en un primer instante no supo qué pensar, qué hacer, qué decir. Todas sus previsiones eran inútiles. Él había quitado una de sus inamovibles piedrecitas. Y el mundo seguía ahí.

Se levantó, tomó la minúscula roca de nuevo y la colocó en su sitio. Le sonrió y le dijo “Eso no se hace, no deberías tocar las piedras”.

Él le devolvió la sonrisa y le dijo que no volvería a tocar ninguna de nuevo.

Se sentó durante semanas y semanas y semanas –respetuoso- en la parcela junto a ella –ya no tan temerosa- y no volvió a tocar nada. Le contó cómo sería el cambiarlas de sitio, el apartarlas, el guardarlas en un saco durante unos días… pero no tocó nada. Nada de nada.

Y pese a que todo estaba en su sitio, que todas las lindes permanecían hieráticas, que la diminuta roca había vuelto a su lugar y que ella tenía su parcela bien delimitada, su espacio no volvió a ser igual. Sin que él se diera cuenta, empezó a mirar el precipicio con otros ojos.

Durante meses y meses y meses, se sentó –anhelante- junto a él –respetuoso- y deseó en secreto que él lanzara la mitad de las piedras por el barranco.

Nunca un espacio tan limitado se había vuelto tan infinito, sentados, imaginando lanzar piedras al vacío.